viernes, 6 de abril de 2007

Cuento: Noche de gatos

NOCHE DE GATOS




Por: Franz Aguilera



Algunos dicen que la creatividad, así como el destino, no se busca, se encuentra. Fue el caso de Gabriel, un joven escritor de regular éxito, quien decidió alquilar el segundo piso de una vieja mansión, lejos de la capital, para buscar su inspiración lejos de los ruidos urbanos.

Los escasos vecinos que habitaban por el lugar, comentaban que esa propiedad encerraba un misterio. Había pertenecido a una extraña y solitaria mujer fallecida recientemente por consecuencias inciertas. Se la conocía por su debilidad con los gatos, incluso durante sus últimos días, estuvo encerrada con sus mas de treinta pequeños y bigotudos felinos, quienes ante su ausencia fueron desapareciendo uno por uno. El cuerpo de la dama nunca pudo ser encontrado.

"Le gustaba escribir así, ebrio..."

Los residentes de la zona, tenían cierto temor cuando veían o escuchaban algún minino en las noches, eran bastante supersticiosos. Los maullidos no eran bienvenidos.


Los últimos tiempos no habían sido buenos, Gabriel en ocasiones se ponía bastante irritable, tal vez por el exceso del café, quizás demasiada soledad. No podía controlarlo. Se había convertido en un escritor nocturno, le iba mejor así. Durante el día mayormente paseaba por los alrededores o iba a leer por ahí. Ya no se juntaba muy seguido con sus amigos bohemios, prefería emborracharse solo. Le gustaba escribir así, ebrio, según decía, era la forma que lograba escuchar los gritos de su espejo interior y transcribirlos al papel.


Una noche sin luna, el joven escritor fumaba un cigarrillo frente a la pantalla del computador. Estaba tranquilo, relajado. La suave brisa nocturna golpeaba su rostro. Mientras esperaba la llegada de su inspiración, una infinita oscuridad asomaba por la ventana. Cuando  se disponía a escribir, tres maullidos fuertes, secos, seguidos, insoportables. ¡Calla mierda! Gabriel se irritó y no pudo contener el grito. Los tres chillidos le recordaron su cita con el psiquiatra, no podía seguir postergándolo. Trató de concentrarse nuevamente y colocó los dedos en el teclado. Odiaba los gatos. Respiró profundamente varias veces y trato de teclear nuevamente cuando de pronto, otra vez los maullidos. Luego el silencio. Una gota de sudor rodaba por la frente del escritor. Sentía frío. Los pies helados. No había mas cigarrillos, tampoco café. ¿Podría con su soledad? Tenia que afeitarse. Maldito gato. ¿Donde consigo un trago? Extrañaba el calor de un buen pisco, la garganta se lo pedía con urgencia. 

Maullidos nuevamente.


Obedeciendo su instinto, rápidamente se puso de pie, tumbó la silla, cogió su pisapapeles y lo arrojó con todas sus fuerzas en dirección del odioso sonido. El silencio aseguró su éxito. Un viento gélido penetró en la habitación. Los papeles volaron por todas partes. Frente a la ventana, Gabriel reía fuertemente, tenía los ojos sin órbita. Sus manos heladas cogían con fuerza su cabeza, apretándola, sentía un dolor infinito en la sien. La calle estaba mas vacía que nunca. Pasaron los minutos, las horas, también el sueño. El reloj de pared marcaba las cinco de la mañana. El sol no tardaba en salir.


A la mañana siguiente, Gabriel salio en busca de su pisapapeles. Exploró por los alrededores sin encontrarlo, tampoco al día siguiente ni en los que vinieron.


"De pronto quedó paralizado mirando una enorme vitrina."

Paso el tiempo y el éxito lo acompaño durante los siguientes cinco años. Gabriel era editor de un diario muy respetable, gozaba de popularidad en el mundo de la literatura y ya no vivía en una casa alquilada, radicaba en París. Ya no era tan huraño, incluso visitaba con frecuencia a una bella psiquiatra. Su vida era feliz.


Una tarde de un domingo cualquiera, el joven escritor paseaba por las calles parisinas y sin darse cuenta, llegó a una avenida donde ofrecían antigüedades. De pronto quedó paralizado mirando una enorme vitrina. Era imposible. Ahí estaba su pisapapel. Incrédulo,  miró una y otra vez. Tenia que ser ese, no habían dudas, aun permanecían las iniciales de su nombre. Aunque no recordaba porque tenia esas manchas rojas.

Decidió entrar al establecimiento. El acceso era angosto, sucio. En la pared había un cuadro antiguo, la imagen era indefinida. Trazos humanos, siluetas animales, parecía una mujer rodeada de gatos. Siguió avanzando con cuidado, hasta toparse con un mueble viejo. Un hombre barbudo lo observaba. Era flaco, demacrado, fumaba una pipa. Tenía ojos pequeños, rojos, delatores, reflejaban odio. Gabriel tuvo miedo, quiso irse. Ya era tarde. Lo último que logró escuchar fue: Te estaba esperando... maldito asesino.


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